Beata Hermana María Crescencia Pérez
María Ángeles Pérez nació el 17 de agosto de 1897, en la localidad de San Martín, Buenos Aires. Sus padres, fueron Agustín Pérez, que trabajaba en la Compañía Alemana de Electricidad, y Ema Rodriguez, ama de casa. Ambos inmigrantes españoles muy humildes y sumamente creyentes en Dios. Tuvieron varios hijos, dos de ellos fallecieron de pequeños. Al enfermar Ema, tuvieron que marcharse a Pergamino en búsqueda de un clima más templado. Todos juntos rezaron a diario agradeciendo y pidiendo mejoras de salud y económicas. A pesar de ello, siempre fueron felices y la base familiar estuvo en el amor y la comprensión.
María trabajó en tareas rurales, realizó sus estudios primarios en el Hogar de Jesús, como pupila, y allí mismo se recibió de maestra de Labores. Era una niña muy bondadosa y servicial y por ello muy querida.
A su vez enseñó catecismo a los niños. De a poco se entregó cada vez más a la religión, y en 1915 comenzó los estudios religiosos en la Congregación de las Hnas. Hijas de María Santísima del Huerto, en Buenos Aires. Su padre falleció en 1918, el mismo día que tomó los votos. Por su profunda tristeza se volcó más a Dios, ya que en Él encontraba la paz y la serenidad que necesitaba.
María Ángeles Pérez, decidió usar el nombre de María Crescencia, después de contemplar las reliquias de San Crescencio, el mártir del siglo IV. Y en 1924 tomó sus votos perpetuos. La historia parecía repetirse, ya que también ese año muere su hermana menor.
Inició así una nueva vida, colmada de buenas acciones, entregándose a los pobres, a los enfermos y a los desprotegidos. Para ello trabajó en Mar del Plata, junto a los niños con tuberculosis ósea.
Allí se enfermó de bronco pulmonitis y de a poco su salud comenzó a deteriorarse, al año siguiente contrajo tuberculosis pulmonar, por lo que sus superiores le recomendaron ir a Vallenar, Chile, para recuperarse ya que el clima la iba a favorecer. Antes pasó por Pergamino para despedirse de su familia y amigos, a quienes ya no volvería a ver.
Organizó un coro de niños y brindó amor y apoyo moral a los pequeños enfermos. También trabajó como cocinera, enfermera y ayudando en la farmacia.
A medida que el tiempo transcurría, se sentía peor, pero eso no fue una traba para continuar con la voluntad de Dios. Estuvo tres meses internada aislada y el 20 de mayo de 1932, después de cuatro años de vivir en Chile, la gran voluntaria de Dios dejó el mundo terrenal para continuar con sus trabajos desde el cielo.
Momentos previos al deceso, la hermana Crescencia le comentó a su superiora que el día de su muerte se enteraría por medio de una señal, tal hecho ocurrió. El aroma a violetas, flores que le fascinaban a María, se sintió en todo el lugar, y en una época en donde no florecían.
El pueblo también lloró su partida y le agradecieron tanta entrega, por ello la llamaban “la santita”. No quisieron que su cuerpo fuese trasladado a Buenos Aires, por considerarla parte de ellos. Recién, en 1966 fue trasladada a Quillota y fue en ese momento que al abrir el ataúd encontraron su cuerpo en perfecto estado, como si estuviera recién dormida. Se realizó nuevamente el velorio antes de que trasladen al cuerpo y en Quillota estuvo por 17 años, para ya luego, en 1983, reubicarla en el panteón de las Hermanas en Pergamino.
María Crescencia nunca se fue, sí murió su cuerpo, pero nos dejó su alma y con ella su ímpetu para continuar con su trabajo voluntario. Sus seguidores continuaron rezándole y pidiéndole amor, salud y bienestar. Muchos de esos pedidos parecían imposibles de cumplirse, pero los milagros comenzaron a aparecer.
Casos puntuales demostraron sus milagros, como el de un arquitecto de 34 años, al que le diagnosticaron leucemia. Él pasó parte de sus días leyendo la Biblia y la vida de los santos, hasta que una hermana del Huerto lo fue a visitar para entregarle una reliquia de María Crescencia. Al tiempo se curó, y los médicos no pudieron encontrar explicación científica a lo acontecido. Lo mismo pasó con otro enfermo terminal de cáncer, quien se salvó después que su familia le rezó a Crescencia.
Pero el milagro más determinante, fue el de María Sara Pane, una joven enferma de hepatitis aguda y diabetes que debía ser transplantada de un hígado para sobrevivir. En 1995 recibió una estampita de María Crescencia, de quien no tenía conocimiento de su existencia, igualmente le tuvo fe y le rezó mucho. A los cinco días se sanó. Éste hecho fue aprobado por el Papa, por lo que se habló fehacientemente de su beatificación.
En 1986, para iniciar su canonización, fue nuevamente reubicada a la Capilla de Nuestra Señora del Huerto, en Pergamino. Cuatro años después, la Sagrada Congregación abrió en Roma el caso y en diciembre del 2011, el Papa Benedicto XVI, aprobó el decreto donde se reconoce el milagro y se ha estipulado que la ceremonia de beatificación se realizará a mediados de este año en la ciudad donde descansa.
María Crescencia, recordada como una mujer cuya humildad era extrema. Su vida se basó en ayudar al prójimo, en la entrega absoluta sin pedir nada a cambio. Gracias a su solidaria vida, son miles los devotos que la siguen, que creen en ella y que están felices porque prontamente será Santa.